En el día del Escritor fui invitado, seguramente por error, a un agasajo que se realizó en la Biblioteca Pública. En ese marco que reunió a reinas, escritores, periodistas y artistas, tuve la suerte de encontrarme con muchos amigos. Entre café, galletas y, usando de disparador una de mis columnas del Periódico Dignidad, los invitados fueron tomando la palabra para compartir historias y recuerdos «inexplicables» según sus propias palabras.

Inmediatamente después de mi tomó la palabra el Dibujante, un personaje singular y de gran talento que parece nunca envejecer, que también había sido invitado a aquel aquelarre excepcional. El Dibujante transformó hábilmente su propia historia de amor en un relato de tradiciones Huarpes y misterio. Contó que hace varios años atrás tuvo una cita en Lagunas del Rosario, luego de una cena romántica a la luz de las velas (obligados porque el lugar no tenía luz eléctrica) decidieron subir al techo de la casa en la que habían cenado para ver las estrellas y continuar con la velada. Fue ahí cuando divisaron a unos 5 kilómetros lo que el Dibujante llamó «los fuegos del desierto» (prefiere la palabra desierto a secano porque la siente más apasionada), describió emocionado el fenómeno como enormes fogatas que con su danza hipnótica forman una probable pista de aterrizaje gigante, que con cada destello de luz pareciera guiar a viajeros nocturnos (¿de otro planeta?) hacia un descenso seguro en medio de la vasta extensión de arena y médanos. La pista de aterrizaje quedaría en medio del triángulo que formarían La Capilla como referente (hacia el Norte), el Medano Negro (perteneciente al Campo San Lorenzo al Sur) y la Laguna Grande (al este).

Aun sorprendidos por la historia del Dibujante pidió la palabra una Reina de mandato cumplido de la tercera edad que se encontraba a mi izquierda. Pelo oscuro tirado prolijamente hacia atrás, ropa oscura, collar de perlas, mirada profunda, voz grave. La Reina recordó su infancia en Jocolí Viejo, cuando era un paraje inhóspito, habitado por muy pocos y a muy larga distancia unos de otros. Hizo especial énfasis en describir a su abuela María. Una señora que cultivaba todo tipo de plantas en el fondo de la casa y conservaba orgullosa su acento español. En ese hogar familiar vivía la Reina con sus dos hermanas, su madre, su padre y su abuela.
La Reina contó que durante las tardes noche de verano la familia tenía la costumbre de cenar afuera, en el amplio patio de la casa. Ella con sus hermanas preparaban la mesa mientras la abuela María cocinaba y su papá y mamá «tomaban fresco» luego de una jornada agobiante de trabajo. Hubo una noche distinta, tenebrosa. Desde lo alto de los álamos que rodeaban el extenso patio de la casa se comenzaron a escuchar ruidos de ramas moverse, luego quebrarse y golpear contra el suelo. No había viento. La familia se impacientó cuando desde las copas de los árboles se escuchan risas e insultos que parecían danzar por sus cabezas. La oscuridad de la noche hacía imposible identificar quien o quienes los hostigaban en esa noche de verano. En ese instante de confusión salió de la casa con la comida lista la abuela María armada con su humeante olla. Cuando vio el escándalo colocó con cuidado la olla en la mesa y con su acento español gritó al aire: -¡Bruja mañana ven tu por tu sal!-. Con esas palabras dio fin al conflicto, todo volvió a la normalidad, se silenciaron las ramas y los insultos. Ninguno de la familia inquirió a la abuela María y, aunque la Reina quería preguntar, conocer sobre el asunto, despejar sus dudas, al ver que los mayores no hicieron pregunta alguna ella no se animó tampoco.
A la mañana siguiente, en la casa se encontraban la Reina y sus hermanas y la abuela María en su jardín. Los padres se habían ausentado para ir a trabajar. La rutina mañera de las mujeres fue interrumpida por un llamado a la puerta, con golpes de mano se anunciaba una misteriosa mujer de unos treinta y cinco años aproximadamente, delgada, de estatura media, ojos grandes, nariz pequeña, vestida completamente de negro. Acudió a la puerta la Reina, le preguntó a quien buscaba, la visitante no emitía sonido alguno, su mirada estaba ausente. La Reina temerosa volvió a insistir preguntándole que necesitaba, pero la mujer no respondía. Fue en ese momento cuando la abuela María fue advertida de la situación por una de las hermanas de la Reina que gritó desde su jardín con su soberbio acento: ¡Niñas, dadle una bolsa de sal y se marchará!. Y así sucedió. La Reina le dio una bola de sal y la «Bruja» sin decir nada, la tomó y se marchó. Nunca supo más de ella, estaba segura que no era una vecina de Jocolí Viejo, nunca más la vio y espera nunca más volverla a ver.
Por Silvano Caña, El Procurador

