De madrugada recibo un llamado telefónico desde el hospital. Una voz algo ronca y triste anuncia el fallecimiento de un antiguo cliente del Estudio Jurídico en el que trabajo. Suelo dejar el celular en modo avión todo el fin de semana para poder dormir tranquilo pero esperaba la llamada, por eso dejé de lado mi egoísmo y mi teléfono permaneció alerta. Don José tenía 87 años, era oriundo de Catamarca, luego por cuestiones familiares se mudó a Mendoza (donde vivió la mayor parte de su vida), no tenía hijos, tampoco le quedaban familiares vivos, según él todavía tenía «mucho hilo en el carretel». Confiaba en su lucidez (recordaba los nombres de todas las personas que lo rodeaban) y en su aparente buena salud que le permitía levantarse temprano y prepararse su propio desayuno.
Mientras me visto y preparo el vehículo para ir al hospital para comenzar con los trámites para su cremación (tal cual era su última voluntad). Repaso en mi cabeza charlas que tuvimos, fuera de lo laboral, más bien de café. Anécdotas de su época de chofer de camiones, de piloto de avión (sin carnet) y algunas aventuras más.
Cerca de su final, ya en el hospital, se enteró de mis columnas sobre relatos fantásticos y paranormales. Me pidió que le leyera algunas. Al finalizar me pidió que tomara nota y comenzó un relato sobre su infancia en Tinogasta, Catamarca.
De niño solía jugar al fútbol en las polvorientas e improvisadas canchas de su pueblo. Luego de esos picados , los niños, estaban obligados a refrescarse en las aguas del Río Colorado (también llamado Abaucán) ya que las temperaturas del lugar eran (y son) extremas. En una de esas tardes como de costumbre, luego de jugar al fútbol, fueron al río a bañarse. Todo parecía normal, hasta que en un momento apareció solitario un hermoso caballo. Don José de 9 años apostó a que podría montarlo, y así lo hizo, con agilidad infantil pudo treparse al equino, que manso lo recibió en su lomo. Los demás niños divertidos por la hazaña querían imitar al pequeño Don José y comenzaron frenéticamente a subir al lomo del caballo. El pequeño José se tambaleaba y trataba de no caer mientras el caballo giraba ante la arremetida de los niños. Todavía dice recordar el crujido de los huesos y pelaje del animal estirándose. Sentía como el caballo entre sus piernas se hacía más largo para que cupieran todos los niños. Una sensación de desorientación y mareo los golpeó y fue ahí que Don José se dio cuenta que todos sus amigos, aproximadamente quince estaban en el lomo del caballo. Algo imposible por el tamaño del equino, pero que en ese momento mágico parecía de infinitas dimensiones. Luego de eso, una vez que todos los niños bajaron, el caballo huyó libre por la orilla del río. Su tamaño desde abajo se veía normal.
A los pocos días del extraño suceso, Don José sintió un «cascabeleo» en su cabeza y sintió la necesidad de volver al Río Colorado casi al anochecer. Llegó a la orilla y en un momento se sintió encapsulado y desorientado por el silencio y la quietud mientras veían como emergía «alguien» desde el agua. Era un ser bípedo extremadamente delgado y de más de dos metros de alto, su piel (o su ropa) era verde oliva, un rasgo que lo sorprendió fue el largo del mentón, que le llegaba hasta el pecho. A medida que se acercaba sentía una fuerte presión en la nuca, la sensación era rara y nueva. El pequeño Don José pudo vencer la parálisis y el miedo y comenzó a arrojarle piedras. El ser ante la violenta bienvenida volvió sobre sus pasos y se perdió nuevamente en el agua y en la oscuridad.
En su lecho de muerte Don José aseguraba que ambos sucesos, el del caballo y el del ser del río estaban relacionados, que ambos eran la misma entidad. Se lamentaba porque la experiencia no volvió a repetirse. Su actitud violenta hacia el gigante ser hizo romper la conexión. Sentía que era un «elegido» y que su inexperiencia y miedo hicieron imposible el contacto.
Por Silvano Caña el Procurador